23.9.13

No va de fotografía. Una sección de Rafa González-García.

Nuestro destino de viaje nunca es un lugar, 
sino una nueva forma de ver las cosas.
—Henry Miller.


Me miraba a los ojos inquisitiva y escrutadora igual que una niña que abre por primera vez una caja de muñecas y comprueba que no le falta un complemento. El vino era el único testigo en nuestra conversación, y en la pesquisa, hablando de los rincones del mundo, salió a relucir la pregunta sobre cuáles creía que habían brillado más intensamente en mis pupilas, cuáles fueron los que despertaron mayor asombro en mi boca. En estos casos cualquiera hubiese aceptado como buena elección el Taj Mahal que levantó Jahan en Adra por amor a su esposa Mumtaz, por ejemplo. O quizás la noble escalinata del Altar de Zeus que podemos disfrutar con fruición en el Pergamonmuseum de Berlín. Por qué no elegir la fortaleza de San Carlos de la Cabaña, en La Habana, donde un cañón escupe cada día una bola de fuego rememorando la época colonial. El Danubio visto desde el Palacio de Buda dibuja una bella postal cuando el invierno blanquea los tejados de la capital húngara. La Place de la Concorde, el Hôtel National des Invalides, la Tour Eiffel. Siendo más patrio, bien podría haberme acordado de la Alhambra de Granada por poner un caso. Pero no, no dije ninguno de tales, ni siquiera la Piazza Maggiore de Bologna y su cine de verano, que ahora cuando escribo estas líneas recuerdo con gusto la noche en que me recibió con Peter O'Toole rodeado de jeques en Laurence de Arabia.

Mientras hacía otro esfuerzo memorístico mojé los labios en el Protos que reposaba en el cristal de mi copa, esperando, que el néctar de la uva evocara estampas pasadas y acudieran las que al parecer estuvieron obligadas a deslumbrar mi corazón en su momento. Pero el caso es que París, Roma, Florencia, Verona, Berlín, Riga, Cracovia y Madrid pasaron rápidas como un chispazo; luego vinieron Santiago de Cuba, Xaouen, Jerusalén, Nueva Delhi, Kampala y Jenin corriendo la misma suerte.

No son los lugares —le dije al poco—. Es la gente, es lo vivido. Es el húmedo aprendizaje que termina calando en los huesos como el sirimiri de lo que no puedo desprenderme cuando regreso. En todos y cada uno de ellos disfruté y traté de asimilar la condición humana. Pero lo hice gracias a esas vivencias que sólo te brinda el contacto con los demás, igual que estamos tú y yo aquí y ahora, en este Balcón de Europa que se asoma desde el acantilado con osadía, oteando el mar que le distancia del otro.


Anciana sentada en el zaguán de su casa. 
Santiago de Cuba, 2010.


Mi búsqueda no tiene dirección concreta. Llevo un cuaderno de notas y una cámara fotográfica como excusas. En el primero recojo las ideas que me enseña el segundo. Son un pretexto perfecto para vagamundear en soledad ejercitando la mirada, indefectible cuando de verdad te inquieta el mundo, cuando de veras te llama la atención esos ruidos que se oyen ahí afuera. Que yo sepa esto sólo lo transmiten las personas, con frecuencia de culturas diferentes; las que te obligan a cambiar ese enfoque al que estás acostumbrado. Saltando las fronteras regresamos a la infancia más profunda, volvemos a ser aquel niño que se asombraba con todo lo que sobrevenía a su alrededor. Vestido con un pantalón corto y faltriqueras repletas de dudas que impedían que cerrara los ojos y a veces la boca. Mi cámara es un tirachinas, cuelga de mi bolsillo, lo saco y disparo a ver qué ocurre.
Es un alivio zanquear así por el planeta, sin esperar nada. Las habitaciones de los hoteles más inmundos parecen maravillosas suites, los autobuses más incómodos y peligrosos se parangonan con grandes limusinas. Todo se transforma como en el cuento de La Cenicienta donde de pronto una calabaza se convierte en elegante carroza y diminutos ratones en magnos caballos que tiran de ella. Las más adversas vicisitudes que en cualquier paquete de agencia de viajes con banderita y bufé libre se considerarían auténticas tragedias, aquí son los capítulos de un libro, tan pedagógicos y formativos como cualquiera.



El trompetista y la niña.
Santa María, Málaga, 2007.


Cuando estuve en el desierto de Thar, cerca de Jaisalmer, en la India, coincidí con varios grupos para pernoctar al aire libre, sensación única que siempre menciona todo el mundo que lo ha experimentado. Habíamos caminado en camello hasta la puesta de sol, pero lo que se suponía iba a ser un mar de estrellas al caer la tarde pronto se tornó en absoluta oscuridad. Teníamos un toldo agujerado para protegernos del viento y de la lluvia. Me acompañaban una pareja de catalanes y otra de argentinos. Cuando el cielo se cerró y comenzó a descargar con violencia aquella tormenta, tuvimos que sujetar con tal fuerza la lona que pareció como si fuésemos a volar todos juntos arrastrados por los enérgicos soplidos de Eolo. La tromba de agua golpeaba con insistencia y la luz cegadora del rayo anunciaba el inminente crujido del trueno como si las nubes se retorciesen. Por unos instantes, igual que el resto, también temí que aquello no terminara bien. Quién sabe cómo podríamos haber acabado si el plástico se hubiese volado. Nos habríamos empapado hasta los tuétanos esperando a que el sol nos calentara de nuevo. Pasé la noche contando chistes horrorosos y un poco de Historia del siglo XX. Con lo primero trataba de sosegar el ambiente, con lo segundo buscaba directamente que se durmieran. Mis compañeros se lo tomaron peor, o quizás yo no fui consciente. Pero puedo asegurarte que hoy todos lo recordamos como algo positivo, el habernos encontrado allí y ver cómo reaccionábamos ante tales circunstancias.

Camelleros cocinando la cena. 
Desierto del Thar, Jaisalmer, 2012.


Ella siguió pensativa, con esa mirada perdida que sólo inquieta al hombre cuando la adopta una mujer. Le di el último sorbo a la copa y mientras resbalando caía por mi garganta el líquido báquico pude sentir nuevamente cómo las gotas de lluvia lo hacían sobre la lona que nos protegió a Domingo, Laia, Celes, Tomás, y al que firma estas líneas, con la añoranza de quien guarda el deseo de volver a marcharse.

*****
Kapunscinski cierra las últimas páginas de su libro Viajes con Heródoto con las siguientes palabras:


«El hombre medio no muestra especial interés por el mundo. A él ha venido y en él se ve obligado a vivir, y no tiene más remedio que afrontar este hecho lo mejor que pueda y sepa; cuanto menos esfuerzo exija, tanto mejor. Mientras que la absorbente empresa de conocer el mundo requiere un esfuerzo gigantesco y una dedicación absoluta. La mayoría de la gente tiende más bien a desarrollar habilidades contrarias: mirar para no ver y escuchar para no oír. […]

La mente de Heródoto es incapaz de detenerse en un solo acontecimiento o en un solo país. Hay algo que lo empuja, una fuerza acuciante que lo impele a seguir. El hecho que ha descubierto y comprobado hoy, mañana habrá dejado de fascinarlo. Tiene que partir hacia nuevos lugares y nuevos hechos.

Personas como él, útiles para los demás, en el fondo son muy desgraciadas, porque a la hora de la verdad están condenadas a la más absoluta de las soledades. Es cierto que buscan a otros congéneres; pero incluso cuando —a veces— les parece que los han encontrado en tal país o ciudad, cuando ya los han conocido a fondo, un buen día se despiertan con la sensación de que nada les une a ellos, que pueden marcharse de ese lugar en cualquier momento, pues pronto descubren que las ha deslumbrado otro país y otra gente, y que el acontecimiento que ayer mismo las fascinaba ha palidecido, perdiendo sentido e importancia.

A la hora de la verdad no se atan a nada ni echan raíces profundas. Su empatía, aunque sincera, es superficial. La pregunta por el país que más les gusta cuantos han conocido les causa cierto embarazo: no saben qué responder. ¿Que cuál? De una manera u otra, todos; todos tienen su interés. ¿Que a qué país les gustaría volver? De nuevo, cuestión embarazosa: jamás se han planteado preguntas semejantes. Seguro que les gustaría volver a emprender un viaje, ponerse en camino: he aquí lo que anhelan.» (1)

Mi nombre es Rafa, a veces entro en una clase y cuento cosas. A partir de ahora también me encontrarán por aquí.

1. Ryszard Kapunscinski, Viajes con Heródoto. Anagrama, pág. 300-302.

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